Capítulo 10. Soy médico y también tengo cáncer

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora:
tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado.

— Eclesiastés 3:1-2 (RVR1960)

Soy médico, y aprendí a cuidar la vida, a luchar contra la enfermedad y a consolar a las familias en los pasillos de los hospitales.
He hablado de esperanza a mis pacientes, he visto lágrimas, despedidas y milagros.
Pero nunca imaginé estar del otro lado: en la camilla, escuchando el diagnóstico que tantas veces había dado a otros.
Cáncer.

Durante años ayudé a quienes enfrentaban esta enfermedad.
Conocía los tratamientos, los efectos secundarios, los riesgos y los pronósticos.
Pero nada te prepara para cuando el médico eres tú… y el paciente también.

El diagnóstico fue devastador.
Primero vino el silencio, luego el miedo y, finalmente, una oración que apenas pude pronunciar:
“Señor, si esta es mi hora, enséñame a vivirla contigo.”

Mi hija pequeña tenía apenas nueve meses.
Mientras sostenía su sonrisa inocente, entendí algo que ningún libro de medicina podía enseñarme:
Dios estaba usando incluso ese momento para recordarme que Él tiene el control, que nada ocurre por casualidad y que su amor sigue siendo suficiente.

He pasado noches de insomnio, días de cansancio extremo y momentos en que la fe parecía flaquear.
Pero también he aprendido que la vida —aun en medio de la enfermedad— puede ser abundante cuando se vive con Dios.
He comprendido que no siempre la voluntad divina es la curación física, pero siempre es buena, perfecta y agradable (Romanos 12:2).
A veces la cura llega al alma antes que al cuerpo.

Dios quiere hablar contigo

Tal vez tú también te preguntas por qué llegó la enfermedad, o si Dios se ha olvidado de ti.
Pero Él sigue siendo el mismo: el que te da la vida, el que te sostiene y el que promete no dejarte solo.
Dios no garantiza que nunca habrá dolor, pero sí promete acompañarte y darte paz en medio del valle.

Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.

— Filipenses 4:7 (RVR1960)

La fe no niega la realidad, pero la llena de propósito.
Cuando miramos el rostro del dolor con los ojos de Cristo, descubrimos que incluso en el sufrimiento hay vida, y que ninguna lágrima es desperdiciada cuando se entrega en las manos de Dios.

Puedes hablar con Dios

Señor, tú sabes lo que es sufrir.
Conoces el miedo, el dolor y la incertidumbre.
Hoy vengo a ti con mi cuerpo cansado y mi corazón temeroso, para decirte que confío en tu voluntad, aunque no la entienda del todo.

Gracias porque me acompañas en cada paso del camino.
Ayúdame a vivir con gratitud, a valorar cada día como un regalo y a mantener mi esperanza puesta en ti.
Si me das vida, que la viva para tu gloria; si decides llamarme a casa, que lo haga en paz, confiando en tu amor eterno.

En el nombre de Jesús, amén.

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